Capturas de verano (II)
Etiquetas: prosa
De la siesta
El verano porteño. Hace demasiado calor como para que lo soporte una sola ciudad, es cierto. Es que por acá falta algo que distienda las tardes del sopor, que haga de los días largos del año, días un poquito más cortos. La siesta, por ejemplo. Los días de verano en el interior se estructuran en un antes y un después de la siesta. Feliz olvido de las circunstancias pero también, y por esto mismo, adhesión peligrosa a la costumbre. Para ilustrar lo que digo, una anécdota que me contaron. Era la hora de la siesta y el mundo había entrado en su letargo propio de enero. Todo dormía: los hombres, los perros, los autos, algunos pájaros, los árboles. Sólo se escuchaba el extraño canto de las palomas que parecen inspirarse en esas horas también raras. Haría arriba de 38 grados y la nena tendría unos tres o cuatro años. Ya desde entonces se aburría metódicamente cuando los grandes dormían (“Es que dormían demasiado”). Le habían regalado un globo inflado con gas, de esos que se escapan. Por esas grandes cosas de la niñez, decidió que la hora de la siesta era buena para salir a dar una vuelta a la manzana y sacar a pasear su globo. Claro, los adultos dormían pero, por algún extraño motivo, un integrante de la familia (“No me acuerdo bien quién fue…”) se despertó y notó su ausencia. Salió a la calle a buscarla: estaba descalzo y se quemó las plantas de los pies. La pequeña aventura, que se repetiría en el futuro en sucesivas siestas, le valió a la nena ser llamada en adelante piantadino, y al pariente un par de ampollas.
Hubo una primera vez en que las chicas nos pusimos una bikini: cada una recordará cuál fue la suya. Tal vez la memoria no sea tan exacta a la hora de definir cada detalle de aquella primera vez como lo es para registrar todo aquello, agradable o no, de la otra primera vez. Yo me acuerdo de la mía: la bombacha era tan grande que podría haber sido de mi mamá, el corpiño también. Si hubiera sido por mí, no me la ponía, pero las chicas de mi edad la usaban y ya se sabe cómo es esto: si las otras chicas lo hacen… Así fue que, aterrada, me exhibí por primera vez en aquél club revestida de mi dos piezas. Claro, a nadie la pareció espantoso ni ridículo, ni me miraron con cara fruncida ni me gritaron gorda: la verdad es que a nadie le importó y, en este tipo de situaciones, eso siempre es bueno. Tengo una foto de esa época: estoy con tres amigas y las cuatro aparecemos en bikini, todas recostadas en reposeras al lado de una pileta, con cara de “me molesta el sol”. Estamos blanquísimas y las cuatro tenemos puestas bikinis negras. Me río al acordarme que tal vez la primera bikini de todas, o de casi todas, fue negra. Como si el hecho de que fuera negra disimulara los rollos: habíamos aprendido a usar el negro para tapar nuestros “excesos de grasa”. Pero en la bikini, claro, todo está a la vista. Después crecemos y las bikinis evolucionan: antes de que nos demos cuenta ya elegimos los triangulitos con la tanga y queremos lucir un violeta chillón ante la mirada atenta de la mayor cantidad posible de gente. Pero seguimos preocupadas por los rollos y la cola caída. Hay cosas aprendidas que parecen no cambiar: será cuestión de recordar que, como me di cuenta aquella primera vez, el mundo está demasiado ocupado en otras cosas como para registrar cuántos gramos de más tengo este verano.
Ay, sí.
Yo no tenía dramas con los rollos en esa época, pero me provocaba terror hacerme el cavado; usé parte-de-abajo-shorcito durante años y años, hasta que se vino el complejo de las-demás-no usan-shorcito, maldita cultura occidental (¿?).
Ahora tengo el drama de las tantas que se hacen el cavado. Una mierda.
Saludos.
Cada loca con su trauma, esa es nuestra cultura occidental. Y concuerdo plenamente, el tema cavado es la peor mierda, para qué callarlo.
Bienvenida, atina