Mi amigo Mauro me pegó un cachetazo simbólico el otro día cuando me dijo que no se banca ni a Los Doors, ni a Floyd ni mucho menos a The Who, bandas todas que, para él, "se toman al rock demasiado en serio". Yo solo atiné a contestar "a mí...me gustan...bah": y dudé, como siempre que un pensamiento con fuerza (por suerte) me descentra.
El cachetazo me lo suele pegar con casi todo porque nuestra amistad se sustenta sobre la rara maravilla de la incompatibilidad absoluta que se hace pura complicidad. Mauro es una especie de parricida bestial (a veces fantasea con el parricidio literal, de hecho): lee cualquier porquería, escucha música impredecible -no dije mala, solo impredecible- arma teorías propias brillantes sobre la poesía y el lenguaje porque lee a Lacan y casi nunca poemas y, como él dice, es en casi todo un impresentable.
Y me puse a pensar en mí, que soy bastante presentable, correcta, racional, que suelo idolatrar a los maestros que me precedieron, que cuestiono poco las tradiciones que heredé, mucho menos en música. Que me vengo portando demasiado bien.
Bueno, el tema es que un poco de razón tiene, pensaba en que hay que soltar lo viejo alguna vez, que hay que caminar solo y no tener miedo del abismo. Y eso que estuve pensando sobre la poesía y sobre el rock y sobre la corrección tiene finalmente que ver, como todo lo demás, con la propia vida.
Entrar de una vez en la propia vida es un salto cualitativo difícil. Vamos a ver qué espera del otro lado del umbral.